La identidad

A veces comportarse como un niño es la única manera de reivindicarse como adulto. Por eso me estoy escapando de casa a mis ochenta y dos años.

Creo que ya he tragado suficiente. Sí. Sin duda, he aguantado mucho más de lo que debería. Ahora simplemente me mantendré en paradero desconocido hasta que mis editores recapaciten y reediten toda mi obra sin la salvaje censura a la que la sometieron. Es que me dijeron que harían un par de correcciones a mis textos, que modificarían una expresión por otra para adaptarla mejor así a la jerga típica de cada territorio en el que tradujeran mis manuscritos, pero lo que han hecho es cambiarles hasta el género. No han interpretado, han decapitado y diseccionado a voluntad. Y es que una cosa es que tu editor tenga la gentileza de corregirte las faltas de ortografía y otra que se tome la libertad de modificar el sexo, la personalidad, la ideología, y hasta la estatura de tus personajes. No es ni medio normal escribir un relato de ciencia ficción y que luego te lo encuentres publicado por ahí en forma de novela histórica.

Aunque reconozco que yo también he pecado de inocente. Bien es cierto que en los últimos cuarenta años podría haber encontrado un momento libre para leer alguno de mis textos y darme cuenta que lo que se estaba publicando bajo mi nombre poco tenía que ver con lo que yo escribía. Pero es que para leerse a uno mismo se necesita tener un nivel mínimo de ego del que yo carezco; pero si es que hasta la foto de identificación de mi pasaporte es la de un paisaje, hombre. Yo me fiaba de mis editores, y en ningún caso me imaginaba que estuvieran conspirando en mi contra en pos de una cantidad ingente de fama y beneficios para su sello editorial. Sí que me parecía raro que yo les entregara alrededor de veinte páginas y ellos publicaran volúmenes de setecientas y pico, pero siempre lo atribuí a que abusaban de los márgenes, de los pies de página, y de otras tantas tretas propias de la encuadernación. El caso es que ahora huiré en plena noche y fingiré mi propio secuestro y les exigiré que me devuelvan los pedazos de identidad que me han arrebatado en cada uno de esos tomos enciclopédicos de los que pretenden que asuma la paternidad. Tampoco es que mi táctica sea un alarde madurez, pero es que a este ritmo pasaré a la historia como uno de los autores más densos y sesudos y serios que jamás ha existido. Y eso sería una tragedia si tenemos en cuenta que mi intención era la de provocar carcajadas. Distraer era mi único objetivo, y para nada pretendía generar reflexiones ni debates morales entre mis lectores. Es que si no hago algo para impedirlo mis predecesores me rebautizarán como Lev Tostón. La cruda realidad es que lo que yo hago, y lo único que escribo desde que tengo uso de razón, es comedia ligera. Lo mío siempre han sido los chistes chabacanos y las imitaciones de amanerados y de borrachos. Así que por si acaso fracaso en mi lucha a contratiempo para recuperar mi identidad, por si acaso no paso de esa estación de tren a la que me aproximo cada vez más tambaleante, le voy susurrando al oído a todo con el que me cruzo que Guerra y Paz en realidad narra la historia de una guerra de almohadas entre unos estudiantes de magisterio de un internado de Siberia. No hace ni cinco minutos que he agarrado por las solapas a un crío que jugaba por la calle y le he dicho que La muerte Ivan Ilich es la historia de un jurista que sufre un infarto tras recibir un telegrama en el que se le informa que queda inhabilitado por haber oficiado matrimonios en alta mar entre personas y animales de granja. Los Cosacos describe una reunión de alcohólicos anónimos en la que por error se sirven bombones de licor. La Resurrección es un cuento sobre un anciano moribundo que amanece con una erección imbatible. Hace menos de un instante que me he apeado en una cabina telefónica y le he gritado a la operadora que Anna Karénina no pretende más que contar las desventuras de un padre divorciado al que le retiran la custodia de sus hijos y que, desesperado, decide travestirse de doncella para servir como niñera en casa de su ex mujer y poder pasar así más tiempo con los niños. Antes de colgar le he obligado a que me repitiera en voz alta que lo del triángulo amoroso de la alta sociedad lo añadieron a traición los de la editorial.

Dios, es que solo con pensar que la gente utilizará mis libros como munición de catapulta ya se me empieza a desenfocar la mirada. Necesito que quede cristalino para las nuevas generaciones que ese que les dirán que soy yo en realidad no soy yo. Todos esos adjetivos superlativos que los profesores de literatura me atribuirán ni me pertenecen ni me representan. Y es que prefiero que mi nombre se vincule a una realidad mediocre antes que a una ficción sobresaliente. Pero aún existen métodos para descifrar el propósito original de mi obra pese a las toneladas de revisiones que han realizado. Creo que estoy oliendo a acetona y que me estoy sumergiendo en algo más denso que un simple mareo, pero es muy importante que esto se sepa, y voy a coger mucho aire para poder decirlo de una tirada antes de ponerme muy cómodo y durante mucho rato; cada vez que uno de mis personajes recibe una carta del Zar, en realidad está recibiendo un tartazo en la cara. Cada vez que en mis obras alguien queda ofendido en realidad está resbalando con una piel de plátano. En mis textos la palabra rublo siempre sustituye a la palabra culo. Cuando se hacen menciones a la patria y al honor en realidad se está hablando de flatulencias. Y, por supuesto, cada alusión a la burguesía encubre un crudo balonazo en la entrepierna.

Texto publicado en el Nº 44 de Obituario Magazine, dedicado a Lev Tolstói.

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